Mi tercer Navachiste con hijo
Ángel Gustavo Rivas
Visité Navachiste por primera vez en 2008, fue una experiencia maravillosa, fui realmente un hombre feliz durante toda esa semana. Quise volver, desde luego, y he vuelto, en esta Semana Santa que acaba de pasar he tenido mi Navachiste número seis, hubiera sido el doce si nunca hubiera faltado, pero he faltado. He escrito sobre el Festival esta nota descriptiva, esta Invitación a Navachiste y esta como crónica nostálgica.
A veces, cuando se ha escrito tres veces sobre un asunto, uno se plantea realmente si debe escribir una cuarta vez, y a esta pregunta yo me he respondido que sí. Cada experiencia es diferente, cada festival es diferente, siempre hay nuevas personas, nuevos libros, nuevos talleres, nuevas lecturas, nuevas experiencias y nuevos aprendizajes. El Festival Navachiste es anual, y por lo tanto uno siempre vuelve otro, el mismo, pero otro, porque en un año algo cambia en uno necesariamente, aunque uno siga siendo el mismo.
Este es mi tercer Navachiste con hijo, un hijo pequeño. Navachiste en adelante siempre será, creo, un Navachiste con hijo, menos pequeño cada vez, como han venido siendo los últimos tres. Teodoro asistió por primera vez al Festival en la Isla de los Poetas en la semana santa del 2017; fue, según todo parece indicar y él mismo declara, inmensamente feliz.
Se quemó el pecho con café caliente desde el lunes, el primer día en el calendario oficial de Navachiste, el segundo día de nuestra estancia; se le despellejó y sufrió mucho dolor. Se durmió temprano ese lunes, con el pecho herido, con dolor, tranquilito, triste y feliz a un mismo tiempo. Tenía tres años de edad recién cumplidos el último día de enero.
En ese momento no había médico en el campamento del Festival, pero Javier Palacios Neri y su esposa nos proporcionaron un ungüento de sábila con lidocaína y eso le pusimos en un primer momento. Al día siguiente salimos en una panga a El Aparecido, y desde ahí en una camioneta al pueblo de Corerepe primero y a la ciudad de Guasave después, compramos sulfadiazina de plata y paracetamol o ibuprofeno.
En el Centro de Guasave, Teodoro se nos perdió por unos cuantos minutos; estábamos en un ciber y yo me quedé a esperar unas impresiones, su mamá salió a buscar una tienda para comprar ni me acuerdo qué; ella entendió que yo me quedaba con el niño y de hecho entendió bien, eso es lo que, digamos, decidimos, pero yo me distraje, me descuidé y no sé qué dios malévolo me puso por algunos momentos nubes oscuras en el pensamiento. De pronto no miré a mi hijo por ninguna parte, pensé que quizás se había ido con ella pero recordaba oscuramente que ella se había ido sin él; lo busqué por todo el lugar, no lo hallé, salí a la calle y el mundo afuera era inmenso; no lo miraba ni por aquí ni por allá y no sabía muy bien qué hacer con esa inmensidad enfrente. Lo que hice fue simplemente caminar hacia una esquina, mirando para todas partes todo lo mejor y más atento que podía; ya ni me acuerdo, la verdad, si encargué en el ciber algo por si reaparecía allí; salí a buscarlo. Lo busqué y lo busqué: le di vueltas a la manzana por uno y por otro lado. Al dar vuelta en una esquina alcancé a verlo a lo lejos, una señora lo llevaba de la mano, eran para mí inconfundibles su figura y su ropa, traía puesta además todavía su gorra roja del Rayo McQueen. Alcancé a verlos apenitas, porque casi al instante de que los vi doblaron a la izquierda más o menos a mitad de la cuadra, lo que significaba que estaban entrando a algún domicilio. Corrí veloz y entré detrás de ellos, el lugar era una clínica de no sé qué, la señora estaba anunciando en la recepción al niño perdido que se encontró en la calle —había un policía municipal y personal de la clínica escuchándola y viéndola— yo entré antes de que ella terminara de contar lo que contaba. Entré con la boca abierta tomando aire, sin decir palabra apunté al niño “¿Es suyo?” preguntó alguien, asentí y me lo dieron, lo tomé y salí con él. Así de simple, nadie se encargó de verificar que en verdad yo fuera el padre o si quiera familiar del niño, nadie cuestionó ni indagó nada; si en lugar de encontrarlo yo algún robaniños hubiera entrado a fingir ser su padre, lo habría robado sin batallar.
Tomé a mi hijo en los brazos y empecé a consolarlo de su llanto, íbamos caminando, ya había dado la vuelta en la esquina de la que antes salí, al pasar por una tienda grande estilo súper mercado, salió su mamá de allí y se nos unió, yo no sabía dónde estaba ella, nuestro encuentro fue una coincidencia, “Aquí estoy”, dijo, y seguimos caminando juntos. No se había enterado de nada, uno o dos minutos adelante le conté. Sólo Teodoro y yo padecimos la angustia de no vernos y no encontrarnos, a su mamá la historia le llegó en forma de relato, en mi voz, ya con el niño a salvo.
Llegamos al estacionamiento donde el Chiquillo había estacionado la camioneta, ya todos estaban allí, nos esperaban, pedimos disculpas por nuestro retardo y emprendimos el camino de regreso. En ese camino de regreso, parado en la caja de la pickup, con el viento dándome en el pecho y en la cara, me tomé la primera cerveza de la semana.
En esa edición del Festival yo participé en las Cápsulas Literarias leyendo una crónica y luego unas minificciones y hasta unos poemas breves. Teodoro participó en talleres: el de pintura de Anel Ávila, en el de instrumentos musicales de Flor Chavarría, en el de arte con reciclaje del señor Marco Canizales y en no sé cuántos más, y estuvo muchas horas jugando en la arena gruesa del Carrizo Colorado.
Ya no recuerdo si en esa primera ocasión lo metimos al agua del mar; en la segunda, en 2018, lo metimos, y lloró cuando yo lo zambullí completo para que se mojara la cabeza (ideas locas, ahora pienso, que heredé de la generación anterior; no volveré a hacerlo nunca más, ni con él ni con otro niño, si no quieren, no y ya). En este 2019, ya con cinco años de edad, se metió por propia voluntad al mar, primero con su mamá y luego conmigo y luego otra vez con su mamá. No sólo se metió al mar de buen grado esta vez, sino que él mismo lo propuso. Nuevamente lo zambullí, en esta ocasión no se negó y no lloró, lo hice como tres veces, le explicaba cómo tomar y retener aire, pero no pude evitar que las tres veces le entrara agua, no sé si tragó pero creo que sí. A la tercera vez me contestó “es que yo no sé hacer eso” y fue la última zambullida.
Hubo muchos picados de mantarraya este año, dos o tres en la parte del Festival y otros cinco o seis al otro extremo de la playita. Teodoro era consciente de que las mantarrayas andaban por allí y cuando nos metimos juntos al agua decía “ojalá que la mantarraya no venga”, pero no se negó a entrar pese a la posibilidad de que una mantarraya pudiera aparecer, ya es un niño grande mi hijo, y es valiente.
Nos costó entrar, el agua estaba algo fría al principio, entramos bastante adentro, el agua tranquila de la bahía, sin olas, permite mojarse con bastante paz. Lo cargaba en los brazos cuando estábamos en lo más hondo, y trataba siempre de que el agua le diera al cuello, para que no le diera frío; poco a poco fue perdiendo los restos de miedo que le quedaban, entendió que yo lo estaba cuidando y confió en ello, así me pareció a mí.
Por ser este su tercer Navachiste, ya mucha gente conoce a Teodoro, lo conocen en la cocina, Pilar —quien atiende el bar— y muchos visitantes reincidentes de distintas partes del país; en 2018 alguien me preguntó allí “¿él es el niño que se quemó el año pasado?”.
Pese a la quemada en 2017, Teodoro toda la semana anduvo sonriente y feliz. El médico del Festival, Gerardo Alvarado, le preparó una mezcla de cremas y toda la semana se la estuvimos poniendo. Yo siempre he dicho que se quemó el lunes, pero ahora que escribo he llegado a dudar si no habrá sido el domingo, porque el médico siempre suele llegar desde el lunes. En fin.
Ya luego, al parecer sin dolor, Teodoro de vez en cuando le mostraba a la gente, como curiosidad, su herida. Así, con la herida abierta, anduvo jugando en la arena, corriendo por allá y por acá, buscando huevos de pascua, actividad que dirigió, si recuerdo bien, Beatriz Camacho, de la sala de lectura La Vagabunda, cuyo esposo, el fotógrafo Victor Hugo Castro, se llevó a mi Teodoro unos minutos hacia su casa de campaña, junto con su hija Azalea, para darle una lechita de chocolate, minutos en que anduve por todo el paraje del Carrizo Colorado buscándolo. Luego Víctor se disculpó, pero bueno.
Ese año, 2017, estando en Ciudad México, nos decidimos a irnos un par de horas antes de que saliera el camión de Cabeza de Juárez, la Caravana a Navachiste que desde Ciudad de México organiza Anastacia Huautla, con ellos nos fuimos directamente hasta Navachiste, sin pasar por Culiacán; Anastacia nos prestó una casita de campaña en la que, con algunas dificultades, vivimos esa semana.
En 2018 Teodoro y yo nos fuimos en avión un par de días antes, llegamos a Culiacán y llevamos nuestra propia casa de campaña, en Guasave nos encontramos con la caravana, donde venía Paola, su mamá, y nos unimos a ella allí, llegamos juntos al Festival. Y en 2019 los tres volamos juntos a Culiacán, descansamos allí tres días, nos fuimos en camión a Guasave, un Norte de Sinaloa, pero llegamos un poco tarde y no alcanzamos al camión del Festival hacia la playa; por suerte nos encontramos allí con Alina Zapata, artista sinaloense de la danza, y con Adalberto Denis, otro amante de las artes y navachistero desde hace varios años. Todos nos fuimos de nuevo a la Central Regional de Guasave, subimos las maletas al camión del Cerro Cabezón —por sugerencia del mismo chofer—; faltaba más de una hora para que el camión saliera, así que nos fuimos a comer pollo asado y a tomar cerveza.
En el camión encontramos a dos corerepenses, sólo recuerdo el nombre de uno, el del más platicador, Eliseo Vega, quien nos contó algunos cuentos y nos hizo más ameno el camino. También encontramos a un par de viajeros culichis que iban al Festival por primera vez. En el Cerro conseguimos una lancha y así llegamos, finalmente, a El Carrizo Colordo, ya con el ánimo navachistero iniciado desde Guasave, con el ecnuentro de Alina y Denis.
Lamentablemente la edición del 2020 ha sido cancelada debido a la contingencia sanitaria por Covid-19, la cuarentena en el país nos tiene a todos en casa, habrá que esperar a 2021 —y esperaremos amorosamente— para estar de nuevo en la Bahía de Navachiste leyendo poesía, tomando cerveza, mirando el mar, subiendo montañas, viendo a Teodoro pintar, dibujar y participar en diversas actividades que lo hacen feliz.
En 2018, el viernes, unas horas antes de que saliera nuestro vuelo (llegamos en la mañanita a Culiacán, volamos de madrugada) preparé algunos textos, escribí algunos nuevos y armé un conjunto que ya desde antes traía en mente, participé en el Premio, imprimí en Culiacán el archivo: felizmente, obtuve el Premio Interamericano de Poesía Navachsite con el poemario Loca esperanza de la vida mía. En este 2019 presentamos el libro, y de esa experiencia libresca les voy a contar otro día. Gracias por llegar hasta aquí, yo acá sigo escribiendo, nos vemos, pues, pronto.
Otros textos:
Veinte poemas de amor… O leer poesía para entendernos mejor
Poemas completos de Constantino Cavafis (reseña)
La sangre de Antígona, de José Bergamín (comentario)
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Me encantó Compañero!
Esta lectura me ha llevado a revivir los días de sol junto a PAOLA,TEODORO Y JUNTO A TI y volver a vivir la Alegría de tu Premio.
GRACIAS por compartirla‼️
Muchas gracias a ti, Anel, por leer y comentar aquí. En estos días le agregaré al artículo alguna foto donde salgamos los tres en Navachiste. Abrazo 🙂